Pecados capitales


Tengo un don. He notado que al tercer whisky mi sentido auditivo se afina de una manera notable y casi podría decir que soy capaz de percibir el ruido que produce un alfiler al caer sobre una alfombra a diez metros de distancia.
A medida que voy bebiendo se me nubla la vista, mi cuerpo pierde sensibilidad, se obstruyen mis papilas gustativas, mi nariz es incapaz siquiera de captar el aroma del whisky y sólo soy todo oídos.
Entonces me gusta meterme en los bares, sentarme en una mesa apartada o en la barra y beber en silencio escuchando las conversaciones que mantienen los personajes del lugar. Muy de a poco, sorbo a sorbo, el caos de palabras y música, ruidos de la calle y entrechocar de la vajilla va ordenándose misteriosamente en mi cabeza en distintos planos sonoros de diversa intensidad que puedo controlar a mi gusto aún no sé cómo.
Ayer a la madrugada, como de costumbre, estaba en un bar del bajo bebiendo mi quinto whisky y en posesión de todo mi poder auditivo. Una gran oreja despiadada. Sólo éramos yo y otro hombre sentados cada uno en los extremos de la barra. El mozo dormitaba mirando una mala película de vampiros, el otro solitario bebía café y hojeaba un diario y yo me ensimismaba en el fondo de mi vaso de whisky.
De pronto entra un tipo completamente desencajado.
El del diario, su amigo evidentemente, se da vuelta, lo mira y le pregunta: por qué venís con esa cara? qué te pasó?
Y el otro le responde, mientras se saca el impermeable y lo arroja sobre una silla, no me hablés, estoy furioso, podría matar a alguien en este mismo instante.
Pienso: ira.
Vamos a la mesa del fondo, propone el que está en sus cabales y escucho lo que podría escuchar cualquiera hasta ese momento y desde mi posición: Tranquilizáte. Qué querés tomar?
- No sé… un cognac.
- Arturo por favor, un cognac doble. Vení, contáme…
Se parecen, pienso.
Ahora sí, alejados, pido otro whisky, me concentro, ajusto los controles de mi mente y escucho con claridad.
- Salí con la rubia tetona de la mesa de entrada del Tribunal 4, la ubicás? sí, la petisita esa con cara de chupapija. Al fin me la pude levantar, sabés lo que me costó? Meses de chamuyo. La llevé a un restaurant bien caro y comimos y bebimos hasta morir
Pienso: Gula.
Salimos y ya encarábamos para el telo a masacrarnos
Pienso: Lujuria.
Cuando al subir al auto, el negro de mierda que cuida los coches me mira cómo diciendo, rata, no me vas a dar una moneda?
Una moneda? Y por qué te tengo que dar una moneda yo?
Pienso: Avaricia.
Qué te debo? Por qué no te ponés a laburar en serio? Ya quisiera yo estar todo el día al pedo como vos
Pienso: Envidia, pereza.
- Se lo dijiste?
- Ni loco. No me voy a rebajar a semejante situación, no te parece? Y menos con la minita al lado.
Pienso: Soberbia
Y encima cuando me estoy yendo el hijo de mil putas que me grita: Miserable!!!
- No entiendo. Venís de cojerte a esa perra y en vez de estar feliz y contento te aparecés por acá furioso con el pobre franelita?
- Es que no sé lo que pasó, entendés… si estaba todo bien… Cuando subimos al auto estaba todo hablado, todo hecho, loco. La mina no quiso ir. Podés creer? No quiso ir. Me hizo gastar una fortuna, me dio una máquina infernal y me largó duro. Apenas salimos con el auto para el telo me dijo que se sentía mal, que otro día, que qué se yo… La verdad es que no entiendo qué mierda fue lo que le pasó a la histérica hija de mil putas esa…
El sujeto era uno más de los tantos poseedores del octavo pecado capital, el que los contiene a todos, la estupidez.
Cerré mis párpados auditivos, apuré mi último trago y brindé a la salud de la petisa chupapijas. Rumbo a mi casa, entre el sonido de mis pasos y el de mi respiración, fui rescatando jirones de conversaciones, gritos, gemidos, susurros, ronquidos, risas y llantos. El silencio en la calle era total.

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