Perros salvajes


Sólo quiere descansar de ella. Al menos por un tiempo. Lo que se dice poner un poco de distancia y pensar. Replantear la situación. Es que ya la pobre le causa un tremendo hastío, de modo que se decide a realizar un viaje al sur. A cualquier sur. Bien abajo. Escapar. Ella le pide que la lleve, por favor, que no la deje allí, sola, sin él.
Dios! Qué pesada es esta mujer! No puedo, no quiero, no debo, le dice, y ella se pone a llorar calladamente. Cómo no recordarla así.
Autos, camiones y trenes lo dejan, después de varios días, en medio de la montaña con un impiadoso ataque al hígado. No sabe exactamente dónde está. Nunca lo supo.
La noche es angustiante y el reflejo de la luna en las aguas del lago le provoca náuseas. Descubre un sitio protegido entre rocas y arbustos allí arriba. Enciende una pequeña fogata para calentarse. Al rato ve aparecer una jauría de perros salvajes, veinte, treinta, deslizándose en silencio por el borde de la ruta, los hocicos humeantes pegados a la tierra. Una implacable procesión de monjes hambrientos. Días atrás había leído la noticia de que en algún sitio, por esa zona, unos perros salvajes se habían cenado a un hombre. Imagina los restos del infortunado tipo en las entrañas de esos pobres malditos seres. El miedo le hace expulsar lo que parece ser el último resto de bilis. El olor que despiden las ramas quemándose y el gusto ácido en la boca lo arrojan de espaldas en la piedra. No ve el inmenso cielo estrellado. Los perros se alejan del lugar. El frío es intenso. La peor noche de su vida, cree.
Con las primeras luces del amanecer comienzan a pasar algunos pocos automóviles. Como puede, con su enorme mochila a la rastra, desciende hacia la ruta y comienza a hacer dedo hacia cualquiera de las dos direcciones. Le da igual. Al fin se detiene un viejo camión o colectivo destartalado, convertido en una especie de casa rodante. Se abre la puerta y un hombre al volante le indica con un imperceptible gesto, tal vez ninguno, que suba. Una mujer está sentada a su lado. Gitanos o indios. Saluda y nadie responde. Nadie le pregunta quién es, ni cómo llegó hasta ese lugar, ni quienes lo maltrataron así, ni hacia dónde va. Se acomoda en un rincón para protegerse del viento helado que se cuela por las ventanillas. Dos niños duermen junto a él envueltos en una manta india. Se ponen en marcha. El hombre lo mira por el espejo retrovisor y le dice algo a la mujer. La mujer se levanta y se dirige hacia el fondo del camión. Desaparece detrás de una cortina de cristales de colores que tintinean dulcemente y regresa con una taza llena de un líquido rojo, caliente. Se la ofrece sin decir una palabra y su mirada y el roce de su mano lo sanan. El no agradece. En ese pedazo de mundo que se desplaza por la ruta, el silencio parece ser un invalorable tesoro. Bebe el líquido de a pequeños sorbos. Tiene un gusto a tierra, a cardos. La mujer extiende su mano para que le entregue la taza y luego lo toma suavemente de los hombros, lo recuesta junto a los niños y lo arropa. El hombre cree haber dormido.
Cuando se despierta, después de quién sabe cuánto tiempo, se siente mucho mejor. Los niños, ya despiertos, juegan con pequeños cristales de colores. El camión se detiene a la entrada de un pueblo. El conductor y su mujer miran al frente, sin un gesto. Se abre la puerta. Recoge su mochila y desciende. El camión se pone en marcha. Los niños, asomados a la gran ventanilla de atrás lo observan alejarse, quieto.
Un cartel indica: “Piedra Santa”.
Imperceptiblemente, como una inundación en la noche, lo invade la imagen de la mujer abandonada. Decide que la extraña, que la necesita, que no puede vivir sin ella.
Un viejo le informa que el próximo tren pasará en unas diez horas. Una simple eternidad. Nunca amó así. Se vacía, se asea, come, duerme, lee, se vacía otra vez.
Dos días enteros tarda en regresar.

Son las diez de la noche y es la hora señalada. Como siempre, ella cruzará el puente viejo, a metros de la fábrica abandonada, donde suelen encontrarse.
- María!- grita cuando la ve aparecer con su fino vestido blanco, más hermosa que nunca.
Ella se detiene, fulminada.
El corre a su encuentro.
- Qué hacés acá?- le pregunta la mujer, otra mujer.
- Cómo que qué hago acá? Vivo acá. Volví por vos. Yo te amo, María.
- Pero yo no. Ya no. Dejáme en paz.- y se aleja, con su ridículo vestido blanco agitado por el viento caliente de la noche.

Nunca más la volvió a ver y durante mucho tiempo deseó haber sido devorado por esa jauría de malditos perros salvajes. Formar parte de sus cuerpos y terminar en un montón de mierda al costado de una carretera del sur fue su único sueño.
Hasta que se le pasó, como todo.
Ahora sólo recuerda la indescifrable mirada del hombre del camión, las suaves manos de esa mujer y unos niños creando una dulce música de cristales.

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El patriota


La mañana del 9 de julio, al abrir mi correo, encuentro un mail en cuyo asunto aparecen los tres eternos puntos suspensivos de costumbre con los que acostumbraba encabezar sus mensajes.
Lo leo. Dice:
¨Viva la patria.
Tengo cuatro noticias para darte. Una buena, otra muy buena, una mala y otra muy mala.
La buena: mi mujer ha dejado de fastidiarme.
La muy buena: mis hijos están en buenas manos.
La mala: he muerto.
La muy mala: pensándolo bien no tengo algo muy malo para contarte.
Un abrazo a la distancia¨.

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Ese hombre de allá


dos pibes en bicicleta cruzan la plaza
de este inmisericorde pueblo
van o vienen de la escuela
distraídos
hablan de fútbol o de chicas
y se estrellan contra el alambrado que rodea a la calesita
quedan tirados sobre el pasto raleado
enredados en sus bicicletas y riéndose hasta llorar
apenas pueden moverse
me miran
soy testigo de un episodio que tal vez recuerden toda la vida
cuando caminen por aquí con sus hijos o sus nietos
si es que no logran escapar de este maldito lugar
o cuando les arreglen y les pinten esas mismas bicicletas para ellos
les contarán esta pequeña historia de la que formo parte y tal vez hablarán del hombre de barba y de impermeable gris
que estaba sentado en un banco
ese mismo banco de ahí
y que se reía tanto como ellos
no sabrán nada más de mí
ahí termino yo
el hombre del banco de la plaza
sin nombre y sin rostro
también ellos no son otra cosa para mí más que dos objetos
que se desplazan en el espacio y en el tiempo
all fin logran reponerse
recogen sus mochilas
se sacuden el pasto de los guardapolvos
montan en sus bicicletas y siguen su camino
se dan vuelta y me miran
desaparecen a la vuelta de una esquina
ahí terminan ellos
me quedo un rato más fumando y observando
a una joven mamá que juega con sus dos niños a construir castillos
de arena con mierda de perros
se escuchan unas explosiones a lo lejos
una vieja se asoma por una ventana
otros salen a la vereda a ver qué pasa

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Pan creas

Ha muerto un amigo mío. En menos de dos meses lo liquidó un cáncer en el páncreas. Lo redujo hasta convertirlo en polvo.
Cuando me dieron la noticia sobre su enfermedad me dijeron: “El páncreas no se puede operar. Se nos muere” y me quedé pensando en ese “se nos muere” como refiriéndose a una parte nuestra también. Como yo ni siquiera sé en qué lugar del cuerpo se ubica el páncreas y no conozco su forma y menos aún la función que cumple, me sorprendió la cantidad de gente que sabía que “el páncreas no se puede operar”. “No tiene salvación” dijeron todos, con cierta especie de oscuro orgullo por tener una opinión tan sólida y devastadora sobre algo que amaban.
Y estaban en lo cierto.
Una semana antes de su muerte, fui a visitarlo al hospital. Le llevé un libro de Oski, “La vera historia del deporte” con una dedicatoria demasiado ingeniosa, pensando más en mí que en él.
Averigué el número de su habitación y entré. Estaba dormido y tan flaco y pálido… Dejé el libro sobre su mesa de luz y mientras miraba extasiado lo que había quedado del cuerpo de mi amigo, escuché un gemido que venía del otro lado de la cortina azul que dividía la habitación en dos. Me asomé y ví a un anciano en sus últimos días, tratando de bajar de su cama. Nos miramos a los ojos durante unos segundos. Me ví en él. Levantó su brazo derecho con enorme dificultad, pidiéndome ayuda, supongo. Di media vuelta y huí del lugar, dejando todo como estaba.
Al fin, como se esperaba, mi amigo murió.
El velatorio no se realizó en una casa mortuoria como suele acostumbrarse sino en un aula de la Universidad donde era profesor, en una especie de homenaje, de tal manera que por los pasillos deambulaba gente que se sorprendía con la escena. Al ver el cajón preguntaban quién había muerto. Se les respondía que se había muerto tal y cual. Y quién fue? volvían a preguntar muchos de ellos.
Lo velaron a cajón cerrado. Como es habitual, hubo chistes y alguna conversación sobre fútbol. Gente que no se veía hacía mucho tiempo intercambiaba información de último momento sobre sus vidas y sus proyectos y algún recuerdo sobre él.
Es difícil mantener la tensión y el nivel de angustia por muchas horas y si bien la excusa de que nuestro amigo había sido un “jodón de aquellos” venía muy bien para justificarse, había en el ambiente una ridícula y torpe ausencia de cierto contenido trágico.
Pensé en los chicos que juegan a las escondidas y creen que por cerrar los ojos y no mirar a su perseguidor simplemente desaparecen, son invisibles, intocables, no existen.
Su hijo menor, de unos ocho años, se acercó al cajón con un amiguito y pude escuchar que le informaba: “Ahí adentro está mi papá” y me llené de pena. Su hija mayor vagaba por allí y parecía aburrida, como en una reunión de gente mayor un sábado por la noche y de la que no pudiese escapar, o tal vez era sólo instintiva y decantada sabiduría. Algunos amigos hacían lo imposible para que las que habían sido sus mujeres, cada una por su lado, estuviesen siempre rodeadas más o menos por la misma cantidad de gente.
A la mañana muy temprano unos hombres de negro vinieron a soldar el cajón. Todos nos apartamos pudorosamente y los observamos de reojo, iluminados por la llama azulada. Qué laburo de mierda dijo alguien.
Unos minutos más tarde esos mismos hombres volvieron para retirar las flores y las coronas. Cuando, en silencio y con gestos medidos y estudiados dieron la orden, los amigos más directos ocuparon sus lugares alrededor del ataúd y lo levantaron por sus manijas doradas. Mientras se ponía en marcha el cortejo, alguien cantó una canción.
Lo cremaron a la mañana siguiente.
Sus cenizas serían esparcidas en el mar esa misma noche. No fui. No tenía ganas de participar de esa ceremonia.
Me contaron que se tomó vino en su memoria, que alguien volvió a cantar una canción y que finalmente se vació el contenido de la pequeña urna.
Eso fue todo.

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