La comparación entre guitarra y mujer es una injusta y torpe metáfora a la que suelen recurrir dudosos románticos de escasa imaginación. Una guitarra no se parece en nada a una mujer, a menos que a uno le agraden las mujeres con entrada única protegida por amenazadora reja de acero flexible. Para empezar, tengo varias y ninguna se queja. Hablo de guitarras, claro. Son relativamente fáciles de afinar y, en cualquier lugar, por inhóspito que éste sea y bajo cualquier circunstancia, siempre se las puede hacer sonar con idéntico y satisfactorio resultado. Una guitarra se mantiene guitarra y no se transforma con el paso de los años en un violoncello y luego en un contrabajo.
Las guitarras me obedecen. Cuando miento o exagero, se divierten conmigo y me siguen la corriente a carcajada limpia. Cuando soy sutil y delicado, ellas son dulces, comprensivas y pacientes y en lo mejor de una bella variación no me fastidian con la cuenta de luz o de gas.
A mi guitarra preferida, que la tengo, hace años que no le cambio su gastada funda de cuerina negra y sin embargo sigue siendo la más elegante y glamorosa de todas. Cuando la veo y la escucho en brazos de otros hombres, me muero de amor y de celos, pero sé, íntimamente, que no se entrega a ellos como lo hace conmigo. Nunca, pero nunca la he olvidado en un bar y jamás he sentido deseos de estrellarla contra una pared. Definitivamente una guitarra es lo que es: una maravillosa y mágica comunión de madera y cuerda.
Yo las amo así, tan parecidas a una mujer perfecta.
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