Ansioso, enciendo la televisión y comienzo un violento zapping sólo para hacer tiempo hasta las 22. Setenta y ocho canales en cincuenta segundos. Varias veces. Ida y vuelta. Faltan unos diez minutos para el comienzo del partido de básquet. Esta noche juega el equipo de mi ciudad y en realidad me tiene sin cuidado. Sólo me interesa cuando lo hacen de locales y no por un motivo estrictamente deportivo. Me detengo en una oscura película donde alguien está arrojando por la escalera a una vieja en silla de ruedas y antes de que la pobre termine su recorrido estrellada contra el piso, afortunadamente salto a una gresca descomunal entre sabe Dios quienes contra quienes. Allí me quedo. Eso está muy bien. Tornados, huracanes, inundaciones y grescas de cualquier tipo son mis debilidades televisivas.
Está por comenzar el partido. El estadio está colmado de gente y en los paneos sobre las tribunas trato de distinguir alguna cara conocida, después de tantos años de haber huido de ese sitio.
Estoy bien preparado hoy. Le pedí a mi vecino del piso de abajo su videograbadora y esta noche no se me escapará esa mujer.
La imagen muestra la charla técnica del entrenador local a sus jugadores. En último plano aparecen un grupo de simpatizantes, charlando, comiendo, saludando. Allí está otra vez. Es ella, no hay dudas. Como siempre, está sentada en la primera fila justo detrás del banco de suplentes. Una gran ubicación. Comienza el partido. Una de las cámaras la toma fugazmente cada vez que alguna acción se desarrolla en ese sector del campo de juego. En la penumbra de mi habitación los hombrecitos de colores van de derecha a izquierda y luego, bruscamente en sentido contrario. Saltan, caen, se enredan, corren, se estiran, lanzan, gritan, permanecen quietos un momento y vuelven a empezar. El partido es intenso y emocionante. Me aburre mortalmente. Cuando algunos de los técnicos pide minuto para detener el encuentro y dar sus indicaciones, los jugadores se dirigen al banco seguidos por las cámaras de televisión y aparece ella, radiante, feliz por el resultado o a veces, la he visto, preocupada y tan triste. Dos hombres la acompañan siempre. Me pregunto cuál de ellos será su marido.
Pienso que si su marido es el que está a su derecha pudo haber logrado ser más o menos feliz. Parece un buen hombre, paciente y de buen carácter. Se involucra en el juego pero en realidad está pendiente de ella. Se le nota un sereno orgullo por esa mujer. En cambio si su marido es el pelado que está a su izquierda su vida es un verdadero infierno. Por lo que puedo distinguir, este sujeto, como el otro, también tiene éxito en su profesión o lo que sea que hagan, pero carece de cuello y esa característica lo transforma automáticamente en un hombre poco confiable. Su mirada es huidiza, se exalta fácilmente y aplaude todo el tiempo con fervor infantil. Si uno de los jugadores de cualquier equipo le palmeara la espalda se desvanecería de emoción y gratitud y recordaría el episodio toda su vida. Un imbécil. Pobre mujer.
Pierdo la noción del tiempo. Al fin reacciono. Faltan pocos minutos para que finalice el partido. Enredándome en los cables y descifrando el maldito control, logro grabar durante unos segundos el momento exacto en que los jugadores se abrazan con los suplentes y el cuerpo técnico festejando lo que parece ser un punto muy importante. Sin esperar el final y ya en mi poder, cuadro a cuadro la observo gesticular espasmódicamente durante una pequeña eternidad. Y así me paso las horas. En cada repetición, un buen trago de mal whisky.
Creo que los jugadores la deben conocer… “Hola, cómo estás? Tranquila que hoy ganamos fácil”
Me pregunto si será la amante de alguno de ellos. El pelado de cuello corto se lo merece.
Pedirme una platea en primera fila para toda la temporada hubiese sido un problema para mí, a no ser que se la pagase ella misma.
- Y por qué se separaron?
- Me pidió una platea en primera fila por toda la temporada, justo detrás del banco de suplentes.
Amaba los deportes. Practicaba atletismo y era buena en eso. Si hasta participó en una competencia en Brasil, creo, o Venezuela, por ahí.
Yo iba a verla correr. Después de cruzar la línea de llegada ella disminuía lentamente su velocidad. Extenuada, abría los brazos en cruz, cerraba sus enormes ojos verdes, echaba su cabeza hacia atrás con la hermosa cabellera rubia palpitando al sol y aspiraba el aire saturado por los eucaliptos del parque. Los músculos de sus largas piernas creaban un maravilloso territorio de colinas y valles que desaparecían y volvían a aparecer mágicamente a cada paso hacia mí. Su remera blanca mojada de sudor marcaba sus pechos y su vientre, que era adivino, ahora lo sé. Los pliegues en su entrepierna del mínimo pantaloncito de satén rojo. La sal de su piel en mi boca. Mis caricias y sus besos. Mis fantasías, mi torpeza, mi inocencia.
No recuerdo cómo fue que la perdí. Nunca la tuve.
Me despierto a la madrugada y su rostro tiembla en la pantalla del televisor.
Trago a trago, me deslizo en un lento zapping hasta terminar con la botella. Me entero que el partido fue 95 a 94 a favor de los visitantes. Una pena.
Yo sólo tengo una cita con ella la próxima fecha.
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