Catalina y yo pertenecíamos a mundos diferentes. Nada de que éramos las famosas medias naranjas, ni los complementos necesarios e imprescindibles, ni cóncavos y convexos o cualquiera de esas tonterías. No señor. Sencillamente nuestros relojes emocionales funcionaban a destiempo y no era cuestión de saber quién atrasaba o adelantaba. Al principio el amor que sentíamos el uno por el otro nos hacía ponernos en hora a cada momento para, al menos, coincidir físicamente en la cama o en alguna esquina pero la cosa se complicaba cada día más hasta que, ya desesperanzado y abatido, tuve una revelación: simplemente estábamos en diferentes husos horarios.
Ese y no otro era el secreto.
El dolor le dio paso a la calma y lo inevitable, si no sana, al menos resigna.
Si, como pensaba Federico Nietzstche, la humanidad puede dividirse entre apolíneos y dionisíacos, nosotros, Catalina y yo, éramos River-Boca, Ford-Chevrolet, Express-Criollitas, Don Satur-9 de oro, Donald-Mickey, el oriental sexo tántrico-el bonaerense toque a la patrona, carnaval de Río-carnaval de Venecia.
Yo prefiero el de Venecia. El exceso de alegría me desacomoda la estructura molecular. Recuerdo nuestras primeras discusiones. Ella militaba en un partido político y venía enardecida de las marchas vaya a saber con quién o quiénes gritando algo así como: No lograrán quitarnos la alegría!
Cuando me preguntaba si yo no pensaba hacer nada al respecto le respondía desde la cama que ese tema me tenía sin cuidado ya que difícilmente podrían quitármela cuando nunca la llevaba encima.
Me pregunto ahora dónde residen exactamente los ocultos motivos que provocan estas irreconciliables visiones de la vida.
Existen elementos genéticos y culturales que lentamente nos van diferenciando a unos de otros, pero creo humildemente que el momento crucial en nuestras vidas donde se decide para qué lado pateás el resto del partido se provoca cuando, por distintas razones, te mandan a la escuela a la tarde o a la mañana. (Yo iba a la noche de modo que formo parte de la llamada tercera posición histórica). Esto hace por ejemplo que ya de pibes, en las kermeses del barrio, tengamos cierta tendencia a las carreras de embolsados o al palo enjabonado, juegos que identifican las dos psiques y los dos tipos antropológicos básicos que diferencian y dividen a los argentinos.
Por las razones que sean, nuestra brutal y absoluta imposibilidad de compartir con Catalina una visión siquiera similar del mundo se expresaba en una contradicción fundamental: Cajones versus repisas.
Es decir, los adoradores de los cajones por un lado, como yo y los adoradores de las repisas por el otro, como ella.
Yo soñaba con mi humilde piecita vestida de masculinos y silenciosos cajones.
Uno se convierte en una especie de pequeño dios de los objetos cuando les da o les quita vida al abrir o al cerrar un cajón.
En cambio las repisas degradan sus valores intrínsecos exponiéndolos innecesariamente a las crueles y estúpidas miradas perdidas.
Un cuchillo unta sobre una repisa y mata en un cajón.
Podría decir que los cajones son como una milonga surera y las repisas como una tarantela.
Encima ella, Catalina, hacía un ¨culto de la amistad¨ de modo que recibía de sus amigos y amigas una obscena cantidad de extraños muñecos de peluche y de pequeños y horribles objetos de cerámica, papel maché, felpa rellena de arena y otros nobles materiales con pequeños carteles con leyendas del tipo: ¨Gracias por ser como sos¨, o ¨Lo esencial es invisible a los ojos¨, que colocaba, por supuesto, sobre sus amadas repisas. Lo extraño era que ella podía sostener la invisibilidad de lo esencial al mismo tiempo y con el mismo ardor con el que me reprochaba, cuando me veía atacando una amable picadita con vermú, que ¨uno es lo que come¨.
A pesar de todo, nos amábamos y, como jóvenes que éramos, omnipotentes, altaneros y creyendo que podríamos con nosotros mismos en contra de nuestra propia naturaleza, nos fuimos a vivir juntos a una pequeña piecita mistonga en una pensión de la calle Soler, a metros de la estación de trenes.
Pocos muebles. Una mesa, dos sillas, un ropero, una cama y un primus.
El baño era común para todos los inquilinos y quedaba al fondo del patio por una galería como a cuarenta metros de nuestra pieza, aunque éramos los felices propietarios de una pequeña bacinilla, esmaltada de blanco, preciosa, con unas delicadas rositas rococó marrones que nos sacaba del apuro.
Eso sí, las paredes estaban colmadas de repisas.
A pesar de todo, allí fuimos felices mientras el tiempo pasaba y ninguno de los dos ponía mayores obstáculos a su lento transcurrir.
Una noche de verano en la que hacía un calor que se caían los pajaritos, yo llego reventado de la calle después de estar todo el día dale que te dale, meta y ponga… en el bar… con los muchachos… para tirarme al fin en la catrera a gozar del merecido reposo del guerrero y del compañero ocio creador, cuando veo que ella se me acerca, tímidamente, frotándose las manos en el delantal y me dice:
- Negro…puedo ir a tomar el fresco a la vereda?
- Pero claro mujer…andá…, le dije.
La desaté y se fue.
No volvió más.
Después me enteré que el fresco al que ella se refería era Ramón Fresco, el ferretero de la vuelta, al que yo le compraba las putas repisas.
Yo ya me la veía venir porque los últimos días andaba media rara, como perdida, así que no me afectó demasiado, pero lo que me lastimó fue su innecesaria ironía.
Una desagradecida.
Además, yo al ñato lo tenía porque había tomado alguna que otra clase conmigo en la sociedad de fomento del barrio, donde soy profesor de interpretación, control de la gestualidad y comprensión de la onomatopeya en el tango.
Me voy a ir de tema pero… cómo le costaba entender al Fresco este! Por Dios!
Encima que desafinaba como loco parecía que cantaba tangos para sordomudos apoyando con gestos cada cosa que decía la letra. Una vez llegó al extremo de hacer el típico gesto de “un pedazo así¨ separando su pulgar y su índice derechos y haciéndolo girar sobre el pulgar en su palma izquierda extendida como marcando un círculo imaginario en la parte esa de Malevaje cuando dice “con tu compás alegre y sensual”.
Imagínense.
Yo le explicaba que si el alma humana tuviese forma sería una cosa más o menos del tamaño y del color de una camiseta cuando te la sacás a la mañana, la estrujas y la tirás sobre la cama. Eso que quedó allí, informe, blancuzco y tibio es lo más parecido al alma que hay. Ahora bien, si uno pudiese estrujar ese alma, seguramente emitiría un sonido como el que hacen algunos cantores sobretodo antes de finalizar la última frase de un tango. Suena algo así como cuando te pegan una trompada en los pulmones.
Es un… haánnn!!
Por ejemplo… ¨pero estás vos viola mía…hasta que…haánnn!... me vaya yo…!¨.
Me comprenden?
Es una expresión que detesto muy utilizada por los viejos cantores de tango, pero reconozco que en ciertas circunstancias les queda bien y hasta parece auténtica. Además está en mi programa de estudios y tengo la obligación de enseñarla. Lo que sí, funciona solamente en los tangos. Es más, podría decirse que uno puede meterla en cualquier parte de la canción si no fuera porque ya una vez es más que suficiente. De ninguna manera se debe utilizar este recurso en un bolero a no ser que se quiera expresamente hacer el ridículo y pasar por un idiota.
Pero no había acaso. El hombre era un negado.
Se empeñaba en hacer un haánnn! cada cuatro palabras y en vez de cantar un tango parecía que estaba empujando una camioneta.
Y pensar que por ese tipo me dejó Catalina…
No era ni más pintón que yo, ni más inteligente, ni más culto, ni más sensible y ni siquiera la quería más que yo, de eso estoy seguro.
Eso sí…el tipo laburaba…
Cuántos recuerdos!
Me decía… ay negro! si tuviéramos un auto…
Y para qué querés un auto si así estamos al pelo, le decía yo. Adónde hay que ir?
Y bueno… no se… los domingos a la tarde podríamos ir a la costa, a tomar mate con facturas y mirar cómo pasa la gente…
Lo suyo era adrenalina pura…
Tanto jodió con el tema que un domingo le di el gusto.
La invité a tomar mate con facturas a la costa, en colectivo. Para empezar nos equivocamos de línea y fuimos a parar al barrio del hospital Regional.
Encima estaba repleto y tuvimos que sentarnos separados, ella en el asiento de atrás del chófer y yo al fondo entre dos tipos que venían de filetear y cargaban cada uno con dos enormes bolsas llenas de pescado.
Ella me hacía pasar el mate y las facturas a través de los pasajeros en una solidaria cadena de manos obreras y así, despacito, como quien no quiere la cosa y recorriendo los románticos suburbios de la ciudad, nos bajamos el termo y dos docenas de facturas a pesar de un par de vivos que, aprovechando el amontonamiento, se comían la crema pastelera y el dulce de membrillo.
Pero, como siempre, le di el gusto, como con las repisas.
Y es que yo vivía para ella.
Cuando la conocí me dijo,
- A mi me gusta todo lo oriental.
- A mi también!- le respondí, entusiasmado - Zitarrosa, Onetti, Torres García, el Enzo Francéscoli…
- No negro, no. Lo oriental… la filosofía y el arte de oriente… me compréndés?
Nombró a Confucio, los haiku, el rakú, el feng sui, el jiu-jitsu y el mao tse tung...qué se yo...
Claro, se estaba complicando la cosa.
Practicaba yoga.
Un día se le puso que yo también tenía que hacer yoga.
Pero negrita, le dije, la única forma que yo adopte esas posiciones corporales es que me atropelle un automóvil y me deje así, tirado en el pavimento…
Y se reía mientras cruzaba una de sus piernas por detrás del cuello y con la otra me cebaba un mate.
Como les dije, pertenecíamos a mundos diferentes.
A ella le gustaba lo rústico.
Y yo me pregunto: qué vendría a ser lo rústico?
Yo siempre pensé que lo rústico era algo que estaba mal hecho o en todo caso algo en proceso de realizarse o completarse. Algo que aún no ha adquirido su forma definitiva.
Un pedazo de árbol es rústico. O un cacho de piedra puede ser rústico o un montón de barro o un trozo de fierro o qué se yo… pero algo hecho por el hombre como una silla o una mesa, terminado, en su estado final, nunca, jamás puede ser rústico.
Quiero decir que para fabricar una silla uno parte de un rústico pedazo de madera y si se cumplen con todos los pasos necesarios para dicha tarea, cortando, encastrando, lijando, y pintando, indefectiblemente ese objeto va abandonando su natural estado de rusticidad para adoptar lentamente su artificial y logrado fin. Un objeto bien hecho.
Feo, lindo o muy bello. Grande, mediano o pequeño, caro o barato, moderno, antiguo, cómodo o incómodo y a cuyo estilo uno puede darle mil nombres pero al fin y al cabo con su nombre de pila intrínseco. Silla. Mesa. Anillo. Ánfora.
Por supuesto, terminamos comprando unas rústicas sillas que se empeñaban en balancearse crujiendo y clavándose en mis costillas y en mis nalgas y una rústica mesa circular hecha con una enorme rodaja de tronco agujereada por todos lados por donde se caían o resbalaban dando tumbos los platos, el cenicero, la olla y el pan y en donde era imposible apoyar un simple vaso de vino sin que se te viniera encima.
Reconozco que de vez en cuando la fajaba pero no van a pensar que era cosa de todos los días…
Sólo de vez en cuando y estrictamente lo necesario. Digamos unas dos o tres veces por semana.
Recuerdo nuestra primera vez. La primera vez que la fajé digo…
Me estaba esperando en la pieza con una maravillosa sorpresa: mi comida favorita: Pastel de papas!
Increíble… ustedes se imaginan el trabajo que cuesta hacer un pastel de papas en un primus? La cuestión es que allí estaba ella, arrodilladita sobre el piso de portland alisada dibujando con el tenedor un perfecto entramado sobre la superficie del pastel y luego, el toque final: el queso espolvoreado y el gratinado con el soplete y la garrafa que le había pedido al Colorado Belén que era plomero y vivía en la piecita del fondo, al lado del baño.
Se me piantó un lagrimón. Le acaricié el rodete y les juro que se me cruzó el rostro de mi viejita por la mente.
Me dijo: sentáte que también te compré un vinito. Encendió una vela, llenó dos vasos y brindamos por nosotros.
Impresionante. La vida suele ser perfecta, muchachos.
Pero cuando hundió la cuchara en la fuente y me sirvió, todo se puso rojo…no me lo van a poder creer pero… a qué no se imaginan lo que le había puesto al maldito pastel de papas…eh? qué le había puesto?
Pasas de uva le había puesto!
Así como lo oyen! Pasas de uva!
Y eso sí que no lo pude tolerar! Me transformé! Me volví como loco, y ese hombre ya no era yo…
Ahí nomás la cacé del rodete y a los cachetazos limpios la arrastré por toda la pieza, más decepcionado que furioso gritándole que no me podía hacer algo así, que después de todo lo que yo había hecho por ella, si hasta laburo le había conseguido, no me merecía ese desprecio y esa desconsideración. Me dolió más a mí que a ella pero entiendan que no podía pasar por alto semejante afrenta, semejante falta a las más mínimas reglas de convivencia…
Y mejor no sigo porque no es de hombres entrar en detalles con estas cosas…
Por lo demás siempre tuvimos una muy buena relación de pareja y si se quejaba de algo era de llena.
Todavía no logro comprender que fue lo que nos pasó.
Me fui unos días a vivir a la casa de un amigo. No quería estar allí, solo, aguantando las expresiones de burla de esos malditos asexuados muñecos de peluche. Mi tragedia no merecía ese coro berreta de cerámica pintada. Cuando volví, la pieza estaba vacía. Solo había dejado la cama y mi guitarra. Así está bien, es suficiente, pensé.
A pesar de que se había llevado mis libros, seguramente por equivocación, le agradecí a Dios y me dormí una siesta salvaje, como hacía años no lo hacía.
Pasaron meses sin verla, como si se la hubiese tragado la tierra.
Un sábado a la tarde, mientras vagaba por ahí, los vi a través de las vidrieras empañadas de una moderna mueblería. Eran ellos. Catalina y el ferretero con berretín de cantor, eligiendo los muebles para su nido de amor. Mirá vos cómo cambian las cosas, pensé. Conmigo te gustaba lo rústico y ahora se te da por el laqueado, las volutas y el patinado… es decir, antes te gustaban la casi silla y la casi mesa y ahora te gustan la demasiada silla y la demasiada mesa. No, si a vos no había poronga que te calzara Catalina…
Una mañana, al llegar a la pieza, me encuentro con una nota suya que había pasado por debajo de la puerta.
Decía: ¨Podés pasar a buscar tus libros” y una dirección. La otra punta de la ciudad.
Podría habérmelos dejado en la pensión como lo hizo con la nota, pensé. Qué querría en realidad?
Fui.
Era un chalet con piedras lajas, ladrillos vista, listones de madera machiembrada, ciertas zonas como de vidrio molido y dos columnas jónicas que sostenían un techo de tejas españolas y francesas cuya superficie a la vista superaba en mucho a la del mismo frente. Al costado, un enorme león de yeso hacía guardia. Muy impresionante.
Toqué el timbre y al rato apareció ella.
Me hizo pasar. Al parecer estaba sola.
Al entrar a la casa todo me quedó muy claro, por si hacía falta.
Gran living, mucha pátina, mucha laca, mucho gallo de cerámica, mucho volado y al fondo de todo, una barra de algarrobo donde no había ni whisky, ni vodka, ni ginebra, ni coñac ni nada de simple y buen alcohol. Solo licor de café y de kiwi, mucha menta, mucha piña colada y decenas de botellas de Tía María. Revelador.
A un costado, en una pequeña biblioteca de caña…laqueada por supuesto, apretados entre sus soberbios y risueños libros de autoayuda, se podían ver mis humildes, áridos y silenciosos libros de autodestrucción.
No nos hablamos. Ninguno pidió explicaciones. No las había. Metió mis libros en una caja y me los entregó. Me quedé ahí parado, esperando quién sabe qué hasta que al fin le dije bueno, chau Catalina y encaré para la puerta. Me abrió, dijo cuidáte y me fui.
Crucé la calle y al llegar a la vereda de en frente me di vuelta para mirarla, si es que aún permanecía allí. Ella estaba apoyada en una de las columnas acariciando la melena de yeso del león y sonreía. Sonreía y miraba al cielo.
No la vi nunca más.
Me contaron por ahí que al tiempo se fueron a vivir a Miami.
No lo sé ni me importa.
Yo sigo con mi vida, tranquilo, cantando un único, interminable tango que la niega.
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